Éramos lluvia de verano donde la amapola se pierde bajo la piel. Oropéndolas y certezas ruedan distancias que no terminan. Los gorriones se bañan en los charcos y con su mirada infinita piden unas migas. El viento termina impregnado de presencias. La llave del después y su contrato con la nada visten de lluvia a la mosca que limpia sus cien ojos; al perro que juega a morder las gotas; a la higuera que sostiene con dulce templanza el mar que todo fue. Abrazado por el viento desemboco en cualquier deriva que soy, en rio, en olvido. Igual que los trenes sostienen por un instante en el andén los adioses y se los llevan pegados. Es la trampa de azúcar con levedad acrobática. Cada gota, cada ola, en bucle claroscuro el mar y el desierto recorren los pasillos del ayer mañana. Trasmutan el agua en pequeñas pizcas de sueño. Bordes de nube en el bolsillo roto y una hoja robada al mistral despiertan el sonido de una isla desde tu voz de agua fuera del yo unidos como si fuéramos un bosque.