
Los veranos en mi tierra son tórridos y en aquella época no existían los aires acondicionados. Al menos en nuestra casa. Por este motivo, creo, me gustaba tumbarme en el suelo a ver la televisión: sentir el frío de la piedra en mi espalda aunque hubiera hueco en los sillones. También puede ser que no había mandos a distancia ( al menos en nuestra casa ) y siempre me tocaba a mí cambiar de canal. Solo había dos canales pero se cambiaba mucho en una casa donde éramos muchos. De esta forma, allí tumbado, estaba cerca de la botonera ( 7 para el primero y 1 para el UHF: nunca supe por qué )y de una voltereta lateral ( más conocida como “croqueta”) lograba hacerlo sin mucho esfuerzo. Pon la primera. Pon la segunda. Sube el volumen. Pon la primera. Baja el volumen. Pon. Baja. Pon. Pon. Baja. Al cabo de un día podía haber hecho una clase de gimnasia deportiva tranquilamente. Antes, los canales eran una rueda y las televisiones en blanco y negro; aunque de esto tengo difusos recuerdos como la niebla que salía cuando se sintonizaba mal un canal o la antena estaba desorientada. Pero lo que sí recuerdo y además perfectamente, es cuando vino el color a mi casa. ¡¡La tele en color… !!Cuánto pesaba; recuerdo cómo olía; recuerdo mi sorpresa al ver que Epi era naranja y Blas amarillo y no grises; recuerdo que hicimos una especie de fiesta como una tribu alrededor de la hoguera y el objeto de culto era aquella caja; hasta nos hicimos fotos junto a ella como si fuera un trofeo de caza. Hablando de caza: en casi todas las casas frente a la televisión había un cuadro de caza o un paisaje marino y bajo éste un sofá de “escai” rojo. Por suerte, a mis padres nunca les gustó la caza, pero sí ese sofá. Qué incómodo era… En verano te quedabas pegado (era un plástico que imitaba a la piel ) era duro como la piedra y si tenías la mala suerte de quedarte dormido encima de una costura corrías el riesgo de llevar “cicatriz” durante horas. Una tortura.
Así, como iba diciendo: tumbado en suelo (de lado) preparado para hacer la croqueta; junto a la tele (en color ); bajo el sofá de escai rojo en una tarde de domingo de verano. Tórrida. Supe que la muerte existía. Y lo supe con un ruido. Un ruido seco precedido de un frenazo. Un ruido como de… no sé.. Después: gritos de gente; la sirena de la ambulancia; el silbato (imagino) que de un policía. No puede ver nada. Los árboles frente a mi casa tapaban la carretera. Horas más tarde, cuando bajé al parque a jugar, solo quedaba restos de un pequeño charco de sangre allí. La gente dijo que habían atropellado a un niño pero ninguno lo conocía. No debía de ser del barrio…
Cuando terminó el verano y septiembre habló, con la melancolía de sus días cada vez más cortos y el comienzo del colegio, supe quién era. Su nombre era Carlos y se sentaba delante mi en clase. De él puedo decir que era un chico callado, grande y bueno; y digo bueno no porque esté muerto como hacen todos, lo digo porque siempre defendía a otros niños de los “abusones” y un día le vi mojarse las zapatillas sacar una mariposa de un charco; luego la dejó secándose al sol, tiernamente. A mi nunca me hizo falta que me defendiera: ya tenía a mis hermanos mayores. Carlos también tenía un hermano mayor y desde su muerte su mirada nunca fue la misma. Vi en ella lo que años más tarde descubriría en la mía: Uno nunca supera algo así, solamente, sobrevive. Se le grabó a fuego la tristeza en los ojos. Supongo que esos son los golpes de los que habla Vallejo en sus “Heraldos Negros”, son pocos pero a uno le dejan marcado para siempre. Y suenan como el golpe de un suicida que cae a dos metros de ti y has querido salvar; como el grito de un padre cuando le has dicho que su mujer y su hija han muerto en un accidente; o cuando a un niño bueno le atropella un coche en una tarde tórrida de verano… Algo duro pero frágil se rompe. Y ya nunca más se puede recomponer. Suena como a cristales rotos.
Escultura: La fragilidad del ser
Autor: Julian Rodriguez Román