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El granado
Después de la lluvia deshojaba flores a latigazos mientras decía : “todos hemos sido bellos alguna vez. Y felices”. No se lo tenían demasiado en cuenta en el pueblo; la llamaban la loca del granado y se rumoreaba que se había “ido” la mañana que se marchó el último de su sus hijos al extranjero a hacer su vida y se quedó sola. Sola con el granado. Lo había plantado su marido hace muchos años el día que aceptó un nuevo trabajo después de que ella diera a luz a su tercer hijo. Había demasiadas bocas que alimentar y el sueldo de un maestro no llegaba. Sabía de los riesgos en la mina pero el hambre te hace ser valiente. Y durante un tiempo fueron felices… y el árbol, de crecimiento lento, empezó a dar sus frutos hasta que escuchó la palabra grisú. Fue el grisú. Una explosión. Tú marido. Y así se quedó sola con el árbol y tres niños. Trabajó duro para sacarlos adelante; trabajó días y noches enteras para darles de comer y la educación que ella nunca tuvo. Trabajo. Durante este periodo de su vida solo trabajó. Y no tuvo mucho tiempo para ver cómo cambiaba su cuerpo y su rostro con las estaciones. Os puedo asegurar que un día fui bonita solía decir con una sonrisa desdentada a sus hijos. Y poco a poco se fueron marchando como hojas en otoño. Hasta que un día, el último de ellos, se fue. Ese día dejó de trabajar. Ese día ventiló la casa, como siempre, hizo las camas de nuevo, la comida para cuatro y cuando terminó; cerró las ventanas despacio, muy despacio, y se sentó apoyando sus manos en el regazo una sobre otra. Y miró al granado. Lo miro. Lo miró. Estaba igual que como lo había dejado su joven minero. Es un árbol crecimiento lento. Desde entonces, todos los atardeceres, dicen que se quedaba mirándolo. Miraba cómo el sol caía entre sus ramas peladas en invierno, entre las hojas en verano; cómo caían en otoño. Miraba a sus flores… Flores que luego se convertían en frutos; frutos preñados de semillas, frutos como las bolas con las que se decora el árbol de Navidad. En Navidad es cuando más miraba al árbol…
Una mañana de Pascua lluviosa vio caer una granada. Esa misma tarde fue una tarde soleada y bella; pero la anciana esta vez no miró al árbol.
Miró la granada.
Miró cómo yacía sobre un charco, rota, reventada por sus semillas y abandonada en el suelo. Pudriéndose.
Sola.
Miro la granada.
Entonces, entró en casa, y cogió el látigo.
Llueves
La paz debe parecerse a la lluvia. A un día de lluvia constante y claro que riega la tierra sedienta. Despacio. A un día de lluvia en la que la gente pasea porque para vivir hay que mojarse en un ir y venir decidido de pensamientos, de caras, de colores. Viendo sus paraguas te puedes imaginar, casi, cómo son por dentro: si el paraguas es rojo o negro, si lo comparten o no con su pareja; o en el modo de compartirlo ¿Te has fijado que algunos solamente se lo acercan a sí mismos? Otros prefieren mojarse ellos y cubrir a su pareja. Pero si me tengo que quedar con alguno es con los que van tan juntos que no hace falta arrimarlo a ningún lado; y ya, si ella le agarra la mano como ayudándole a sostenerlo y con el otro brazo le coge por detrás… Felicidad ¿Te acuerdas? La felicidad debe parecerse a la lluvia. Sí, a un día de lluvia serena como éste que suena al caer como suenan las nubes, ahí arriba, en un idioma callado y cambiante como vivientes formas de sueño alrededor de espacios inhabitados -en los que imaginábamos formas juntos ¿Te acuerdas?- templados por la luz del sol de otoño sobre las amarillas hojas de los olmos. Llueve. La melancolía, creo que también, debe parecerse a la lluvia.
Escaparates
A todos nos falta algo cuando miramos escaparates y es que en ellos hay alguna forma grotesca de lo que deseamos o carecemos. Quizá sea su quietud o simplemente es que no sabemos dónde dejar la basura que yace en el interior de nuestra calle, y por eso, salimos a comprar la ciudad que nunca seremos ¿Acaso es el reflejo lo que nos asusta y los coches son sólo una excusa de la asfixia en la ciudad? Espejos, los escaparates son espejos crueles y la piel escama plateada; como pez que burla al predador del abismo (confundiéndose con luz) así, intentamos burlar al reflejo: nos maquillamos, nos disfrazamos, desde que ese día súbito nos dijo ya no somos jóvenes y “cada vez te pareces más a tu padre”. Entonces, sientes la misma tristeza que cuando le ganaste al ajedrez y te diste cuenta que aquel hombre no era ni invencible, ni inmortal. Y el jaque pastor te lo hace la vida dejando de ser un niño para convertirte en no sé qué. Todos somos escaparates; ventanas abiertas a un exterior confuso que pasa, como los coches pasan, como el tiempo pasa, delante del maniquí inmóvil, inútilmente inmóvil, como el que quiere parar el tiempo fotografiando un reloj.
Fórmula matemática del amor
Había algo que no encajaba. Y todavía con el nombre de aquel libro en la mente pensó en sus números. El libro se llamaba:
“ S
de amor “
y estaba lleno de palabras con, podríamos decir, sus hijos dentro. Era como una muñeca rusa
de aquellas preñadas de otras muñecas cada vez más pequeñas más pequeñas. A él le gustaba, por ejemplo, la palabra:
ENTRAMADOS
TRAMADOS
RAMADOS
AMADOS
DOS
S
Así, eran todas las palabras: acababan en DOS y en S -de ahí el nombre del libro-.Pero había algo que no encajaba…
Sabía de las posibilidades del 2: de las parejas, de los plurales mínimoS
Dos solos. Dos haciendo tres,
cuatro,
cinco
familia numerosa…
Pero había algo que no encajaba. Él sentía el 8 más como número del amor. Y no sabía por qué; pero intuía que era una cuestión de tiempo. Venteaba al amor tan antiguo como las letras y los números. Eterno. Y entonces, jugando con ellos, apareció hablando diferente y de lo mismo; apareció volando como una perdiz asustada; apareció como cuando despejas la incógnita de la ecuación -donde siempre había estado y el poeta matemático ya había dicho-. El 2 y la S. La S y el 2. Son lo mismo mirándose en el espejo (otros lo llaman “media naranja”). Y juntos, haciendo el amor, forman el infinito. El amor infinito. Ocho.
S+2=8 S+2=∞
Ella
Ella es mi mujer. Ella es mi madre. Ella es mi hermana. Ella es mi amiga, mi amante, mi confidente, mi secreto. Ella es la tierra. Ella es el fruto y la flor. Ella donde hundo mis raíces en ella. El origen. La playa donde las tortugas van a desovar. El crotoreo de las cigüeñas. El olor a lluvia en la tierra. Ella. Una mañana de invierno la vi en una oca extendiendo sus alas dando calor sus trece polluelos; otra, en una lágrima de una Virgen no recuerdo dónde… Y en el pecho de Lebeña –aquí sí estoy seguro-. Y en los primeros brotes de un bosque quemado. Y en una higuera naciendo de una alcantarilla. Y en todos los lugares que nacen está ella. El amor está en ella -o ella está en el amor, no sé-; esta idea se me escurrió como peces y no me dio tiempo a atraparla en letras… sucedió en un campo mientras una vaca pastaba mansa y serena la hierba: hablaba de vida, de entrega, de sacrificio, de bondad; hablaba con voz de madre eterna en el tiempo. Generosa. Azul. Hablaba con mil voces y una sola. Ella. Me atravesó como el arroyo al que vuelve la anguila. La huelo al pelar las patatas que nos da. La siento al plantar un árbol. Ella. Y en este instante, también, en esos pequeños dedos de los pies que se mueven mientras ella y yo vemos una película juntos.
Esto no es cuento
Esto no es un cuento aunque podría serlo. Un cuento de esos con final triste y bello que tan bien sabía hacer Oscar Wilde en los no sabes si llorar o tocar las últimas letras escritas…
No recuerdo bien si aquella mañana había niebla o es la niebla la que está en mi memoria. No recuerdo ya apenas su voz que se confunde con las olas o el color de su mirada que se pierde en azul.
…pero por desgracia no soy Oscar; solo un simple mamporrero de palabras, un mono que golpeando con un palo intenta hacer una canción; y sé que nunca podré decir aquello que vi en aquel puerto; sé que solamente podré hacer una aproximación: un garabato, un eco. Hacía más de 20 años que no volvía a ese pueblo. Y es curioso, de él, solo recordaba su olor a mar y una estatua.
No recuerdo su cara: su imagen es una fotografía vieja que se borra y no quiero sacar de mi bolsillo por si la sal la marchita. A veces creo que me roza en la nuca, a veces que me susurra palabras, pero sé que es la brisa, sí, es la brisa. O no. No sé.
Es una estatua de bronce en la entrada del puerto de una anciana sentada en una silla como esperando…. Sus ojos miran al espigón pero su mirada va más allá donde se pierde el horizonte; sus labios sonríen levemente en un gesto, cómo decirlo, cómplice ¿Has visto la Mona Lisa alguna vez? Sus manos ajadas apoyan una sobre otra en el regazo: serenas una sobre otra hacen una sola. Juntas. Juntos. No sé – No sé qué género escribir. Bruto, soy un bruto mono-.
Cuando estoy triste y creo que se ha olvidado de mí me manda cartas que tienen forma de pez. Saltan urgentes durante el atardecer cuando la mar está calma o me enseñan su tripa plateada repleta de recuerdos.
Viste un traje de época y la cabeza cubierta con un pañuelo como iba mi bisabuela en el pueblo; con un mandil del que podía sacar cualquier cosa de su único bolsillo: una foto, un caramelo, una caricia… Junto a la silla hay un brasero; me imagino de brasas que nunca se apagan. Si tengo que ser sincero, todos estos detalles no los recordaba.
El cielo hace veladuras mientras el sol se pone en ti. Dibujan la palabra siempre. Y las velas de los barcos van y vienen. Los pañuelos en el puerto dicen adiós y dicen lágrimas. Todas las lágrimas son saladas. La sal es lo que queda cuando el agua se va y todo se evapora. Los barcos van y vienen… Lo sé porque he visto ir y venir cientos, tal vez, miles. La sal.
La primera vez que la vi era un tonto adolescente que solo pensaba en chicas y emborracharse. Era una noche de verano ebria saliendo de un bar agarrado a la cintura de una muchacha; íbamos de camino al faro del puerto para comernos a besos en la oscuridad de la casa abandonada del farero. Y algo hizo detenerme junto a ella: sentí en su bronce una historia profunda ¿Has mirado el fondo del mar desde un barco alguna vez? No sé, algo como abismo. Mientras nos besábamos ese algo me llevaba a otro lugar. Y aunque soy de los que cierran los ojos al besar, aquella vez no podía. Mareado por el alcohol la mar se confundía conmigo. Las olas, la sal, las algas, las rocas arrastradas me llevaban mar adentro, mar adentro. Luego, cuando abría los ojos para no hundirme, estaba aquella chica iluminada intermitentemente por el faro, como en un sueño real y no. Real y no. Vámonos le dije. Tan pronto contestó ella. Sí, es tarde y mañana he quedado. Un ratito más, solo un ratito más –me estás dejando a medías me decían sus ojos. No, contesté áspero. Volvimos por donde habíamos venido y allí donde empezaban las luces me dijo que se iba sola a casa. Le pregunté si no quería que la acompañase. No, es tarde – su voz imitaba burlona la mía. Volví por el mismo camino por el que habíamos ido, no porque no supiera regresar sino porque quiera volver a ver a aquella estatua, otra vez la mar profunda… Y allí me quedé, de pie, mirándola como si fuera un espejismo que va a desaparecer en cualquier momento; y de entre las sombras apareció un borracho que me dijo “es la mujer de un pescador que nunca regresó, le está esperando toda la vida”. ¿Qué has dicho? Quería saber más: su nombre, cuándo sucedió, si tenía hijos o quedó sola… ¿Qué has dicho? Volví a preguntar. Pero el borracho se giró sin decir nada y se fue tambaleando calle abajo. ¿Qué has dicho? Pero nadie contestó. Nada. Me fui al albergue a dormir mis restos etílicos acompañado solo por el tac tac de los pasos. Olía a mar. Todo olía a mar. Aquella noche soñé que respiraba agua… Cuando desperté al día siguiente mi cabeza, mi cuello, mis hombros se levantaron como tirados por un resorte y mis ojos y mi boca se abrieron como platos. Necesitaba aire. Aire. Una bocanada entró por mi garganta y un espasmo de tos hizo de llanto, como si hubiera nacido. Durante aquellas vacaciones no volví a aquel lugar, no sé si por miedo a la estatua o por miedo a aquella chica que dejé incendiada. Veinte años más tarde volví.
Las gaviotas nos cantan poemas desde el aire. Versos de viento que dicen que estás conmigo. Me acompañan todas las tardes. Yo les tiro restos de la lonja que me traen los niños. Ellas cantan. Una escama plateada en su pico amarillo refleja un haz de luz a veces.
Cuando regresé lo hice preparado; llevaba dos cámaras fotográficas, un block de notas y varios bolígrafos por si alguno se quería quedar caprichosamente seco en el peor momento… Esta vez lo hice de día, no quería que las sombras escondieran sorpresas; y sobre todo, no tomé ni gota de alcohol. Solos, ella y yo. Estuve haciéndola fotos desde todas las perspectivas, anotaciones describiéndola –algunas de ellas que ya habéis leído- y sobre todo la toqué, la toqué como toca un ciego las últimas letras de un cuento; quería saber que era cierta; que estaba ahí y era cierta y no un sueño. Luego respiré hondó cerrando los ojos –allí siempre huele a mar- y cuando los abrí y mientras empezaba a girar sobre mis talones para irme algo me detuvo; una cortina de niebla se había formado frente al puerto. Nunca he visto hacerse una tan rápido o quizás fui yo que absorto había dejado pasar demasiado tiempo.
No recuerdo bien si aquella mañana había niebla o es la niebla la que está en mi memoria. No recuerdo ya apenas su voz que se confunde con las olas…
No quería que los sueños se apoderaran de mí. Los adultos tenemos estas cosas, no creemos en cuentos… Así que agarré mi cámara y empecé a hacer fotos a todo mientras nos invadía la niebla. No quería que me engañaran más los recuerdos. Y apareció ella esperando.
…o el color de su mirada que se pierde en azul. Pero lo que sí recuerdo, aunque la sal se adentre hasta mi alma, es su última palabra al despedirse cuando le dije “vuelve”. Siempre. Él me contestó “siempre”.
CLIC le hice una foto, CLIC esto no es un cuento. Aunque podría serlo. “Es la mujer de un pescador que nunca regresó, le está esperando toda la vida”-recordé- y ahora estaba ahí… Por eso, os dejo aquí las fotos que hice para que vosotros juzguéis. No le dije nada, me quede callado mirándola, de pie, como si yo fuera una estatua, un pez, una gaviota, la brisa… Luego, cuando todo era niebla, bajé la calle de aquel puerto solo acompañado por el toc toc de mis pasos y una canción que salía de alguna ventana abierta. Es una canción mejicana triste y bella. Sí, es casualidad, tanta casualidad que parece un cuento. Pero no lo es. Creo que también la historia de la canción es real. O no. No sé.
Pogo
Pogo. La llevaban como si la quisieran; aunque había algo anormal en su postura que hacía pensar lo contrario. Era como si unos extraños llevaran a otro extraño a un lugar determinado y desconocido. Suena raro ¿no? Era, para que os hagáis a la idea, como una especie de cita a ciegas macabra pensé. Pogo. Me vino a la cabeza de repente el nombre de aquel asesino payaso de los años 70. A veces la mente hace estas cosas: va más rápido que los actos. Empujaban entre tres, dos mujeres y un hombre, una silla de ruedas a lo largo de la calle; sentada en ella, frágil como una hoja seca a punto de romperse, iba una anciana nonagenaria más abrigada (o tapada) de lo normal para un día de primavera. En la esquina, al final de la calle, llegaron a su destino. Pogo. Un banco. Esperaron pacientemente su turno hasta que les atendió el director de la sucursal. Después se sentaron los cuatro (mejor dicho, los tres, ella llevaba la silla incorporada) alrededor de la mesa y estuvieron firmando unos documentos durante unos 5 minutos. La vieja garabateaba mecánicamente en silencio. Ellos rubricaban raudos. Luego salieron de allí como quien sospecha que le están siguiendo, mirando a los lados; y apenas, sin despedirse, uno de ellos se fue calle arriba, los otros tres calle abajo. Pogo. Viéndolos alejarse volví a tener otra “visión”; tuve claro cuál iba a ser su primera compra del día: un arcón frigorífico. Y es que, definitivamente, la carne y las pensiones aguantan mejor a 18 grados bajo cero.
La desgracia acompaña al desgraciado como las sombras a las cosas. O dos en una puerta es crítico cuando hoy es el mejor día del año (Igual que en rebajas). O cuando los villancicos suenan en el centro comercial.
Dos mendigos se han pegado en la puerta de la iglesia por la limosna del primer domingo después de Navidad. Ensangrentada ( Ella ) como un cigarro con carmín le grita sus heridas mientras los enfermeros intentan cerrar la derrota. ( Él )Abre la puerta . Lo primero que sale es un villancico. Cantan: El camino que lleva a Belééén… Son las 10:45 acaba de terminar la misa de las 10. Salen los feligreses. Repletos de caridad cristiana dejan caer sus monedas …baaja hasta el vaalle que laa nieve cubrióóó… sobre las manos que las coloca ( Él ) muy piadosamente como si fuera a recibir la hostia consagrada –hace unos minutos las había colocado de otra forma para repartir otro tipo de hostias- . Caen las monedas …Los pastorcillos quieren ver a su reeeey <clic clic> Que la paz de Dios sea contigo les dice <clic clic> Gracias. Feliz Navidad <clic clic> Las monedas caen. Cantan. Le traen regalos en su viejo zurróóón… Y después de bajar los tres escalones de la iglesia y con cierto olvido y cierto alivio – ya han dejado caer sus monedas clic clic – y cierto asco apartan la vista de ( Ella ) la sangre que fue derramada por ellos. Ropopompom. Ropopompom
…sobre el amor y las personas
Solo los postes de teléfono dicen que te estás moviendo –solo ellos-. Hace horas que se fue el sol entre nubes grises y el último pueblo es olvido. La sombra, o la grisura, o la luz apagada de la tarde –casi noche- muestran el paisaje más allá de los faros. En esta parte, la meseta es un páramo; las rocas y las ruinas somos tan parecidas. Vamos en dirección a la tormenta; se puede dibujar la silueta de la lluvia. La línea blanca de la carretera ha desaparecido y el horizonte con ella. No hay señales, sigues por instinto. El limpiaparabrisas ha detenido al tiempo durante diez–cien gotas no-sé; es como cerrar los ojos para seguir viendo algo que te ha gustado mucho. Es entonces –cierra los ojos- cuando por el lado derecho de la carretera, junto a la cuneta, un hombre y una mujer aparecen paseando en medio de esta nada. ¿Vienen o van? Aunque aquí es indiferente. Solo unos gestos son clave: si él se moja el hombro, si ella le sujeta el brazo. Viéndoles, puedo escuchar cómo hablan los paraguas sobre el amor y las personas.
Poema en prosa para el próximo recital «Saltamontes y langostas» .
21/2/15 a las 20 horas en «Jamón y vinos» Paseo Felipe Calleja s/n. Getafe
Un chiste triste
Torpemente
La luna llena sobre París ha transformado en hombre a Denisse– cantaban a la vez en el supermercado: Ella recogía la compra. Él esperaba la cola detrás de la caja. Sonaba esta canción por megafonía: era un viejo tema de los años 80 que ambos conocían y a ambos les llevaba a otro lugar –supongo- por cómo miraban al infinito.¡Auuuuu! lobo hombre en París. Lo hacían de una manera armónica como en una coreografía: ella metía el azúcar, él marcaba el ritmo con el pie; ella metía el pan, él se daba una palmadita en el muslo. Sincronizados. Era tan hermoso verlos bailar como hojas de otoño en una esquina de un día de viento -en espirales amarillas-; verlos compartir, de alguna forma, el mismo aire exhalando-inhalando, exhalando-inhalando la misma melodía… Tan juntos. Tan hondos. Y a la vez separados. Pensé: Si de verdad existe la “media naranja” aquí hay dos partes. Estuve a punto de decirles algo. No sé, que se dejaran el teléfono; que hablaran; que se tomaran un café. No sé. Algo. Pero justo cuando di el primer paso para dirigirme a ellos, comprendí que tenía que ser así; que era una intermitencia de la belleza -de las que por perfectas casi duelen-. Mínima. Efímera. Instantánea. Una estatua de hielo en el desierto. ¡Auuuuu! su nombre es Denisse. Y mi compromiso, intentar devolverla esculpiendo palabras torpemente.
Sombra$
Decaer
Las flores huelen a sexo.
Me siento atraído por ellas
porque
se marchitan
y me invade una sensación
erótica
al verlas decaer.
<Nota>:Estas palabras aparecieron en un cuaderno viejo con mi letra y pensé «Joder, yo no estoy tan salido. Seguramente esto no es mío…Lo he visto en alguna parte y lo he anotado. Pero ¿por qué? ¿por qué lo anoté? No pienso eso». En el margen de abajo, en letra rápida, había otro escrito «parque-paseo-cementerio». No tengo ni idea qué quiere decir; lo que sí recuerdo es ese olor.
Fragilidad del ser
Los veranos en mi tierra son tórridos y en aquella época no existían los aires acondicionados. Al menos en nuestra casa. Por este motivo, creo, me gustaba tumbarme en el suelo a ver la televisión: sentir el frío de la piedra en mi espalda aunque hubiera hueco en los sillones. También puede ser que no había mandos a distancia ( al menos en nuestra casa ) y siempre me tocaba a mí cambiar de canal. Solo había dos canales pero se cambiaba mucho en una casa donde éramos muchos. De esta forma, allí tumbado, estaba cerca de la botonera ( 7 para el primero y 1 para el UHF: nunca supe por qué )y de una voltereta lateral ( más conocida como “croqueta”) lograba hacerlo sin mucho esfuerzo. Pon la primera. Pon la segunda. Sube el volumen. Pon la primera. Baja el volumen. Pon. Baja. Pon. Pon. Baja. Al cabo de un día podía haber hecho una clase de gimnasia deportiva tranquilamente. Antes, los canales eran una rueda y las televisiones en blanco y negro; aunque de esto tengo difusos recuerdos como la niebla que salía cuando se sintonizaba mal un canal o la antena estaba desorientada. Pero lo que sí recuerdo y además perfectamente, es cuando vino el color a mi casa. ¡¡La tele en color… !!Cuánto pesaba; recuerdo cómo olía; recuerdo mi sorpresa al ver que Epi era naranja y Blas amarillo y no grises; recuerdo que hicimos una especie de fiesta como una tribu alrededor de la hoguera y el objeto de culto era aquella caja; hasta nos hicimos fotos junto a ella como si fuera un trofeo de caza. Hablando de caza: en casi todas las casas frente a la televisión había un cuadro de caza o un paisaje marino y bajo éste un sofá de “escai” rojo. Por suerte, a mis padres nunca les gustó la caza, pero sí ese sofá. Qué incómodo era… En verano te quedabas pegado (era un plástico que imitaba a la piel ) era duro como la piedra y si tenías la mala suerte de quedarte dormido encima de una costura corrías el riesgo de llevar “cicatriz” durante horas. Una tortura.
Así, como iba diciendo: tumbado en suelo (de lado) preparado para hacer la croqueta; junto a la tele (en color ); bajo el sofá de escai rojo en una tarde de domingo de verano. Tórrida. Supe que la muerte existía. Y lo supe con un ruido. Un ruido seco precedido de un frenazo. Un ruido como de… no sé.. Después: gritos de gente; la sirena de la ambulancia; el silbato (imagino) que de un policía. No puede ver nada. Los árboles frente a mi casa tapaban la carretera. Horas más tarde, cuando bajé al parque a jugar, solo quedaba restos de un pequeño charco de sangre allí. La gente dijo que habían atropellado a un niño pero ninguno lo conocía. No debía de ser del barrio…
Cuando terminó el verano y septiembre habló, con la melancolía de sus días cada vez más cortos y el comienzo del colegio, supe quién era. Su nombre era Carlos y se sentaba delante mi en clase. De él puedo decir que era un chico callado, grande y bueno; y digo bueno no porque esté muerto como hacen todos, lo digo porque siempre defendía a otros niños de los “abusones” y un día le vi mojarse las zapatillas sacar una mariposa de un charco; luego la dejó secándose al sol, tiernamente. A mi nunca me hizo falta que me defendiera: ya tenía a mis hermanos mayores. Carlos también tenía un hermano mayor y desde su muerte su mirada nunca fue la misma. Vi en ella lo que años más tarde descubriría en la mía: Uno nunca supera algo así, solamente, sobrevive. Se le grabó a fuego la tristeza en los ojos. Supongo que esos son los golpes de los que habla Vallejo en sus “Heraldos Negros”, son pocos pero a uno le dejan marcado para siempre. Y suenan como el golpe de un suicida que cae a dos metros de ti y has querido salvar; como el grito de un padre cuando le has dicho que su mujer y su hija han muerto en un accidente; o cuando a un niño bueno le atropella un coche en una tarde tórrida de verano… Algo duro pero frágil se rompe. Y ya nunca más se puede recomponer. Suena como a cristales rotos.
Escultura: La fragilidad del ser Autor: Julian Rodriguez Román